domingo, 29 de abril de 2012

La locura del poder


Se dice que cuando Octavio César Augusto, al final de su vida buscaba candidato para sucederle, llamó a su lado (sin mucho ánimo, todo hay que decirlo) a su hijo adoptivo Tiberio; tras pasar todo un día con él, se supone que hablando de su futuro político como emperador, se oyó exclamar a Octavio, ¡pobre pueblo romano que va a caer en unas mandíbulas tan lentas!... El devenir político de Tiberio ha sido objeto de muchas interpretaciones, pero una de ellas afirma que su carácter hosco, con voluntad de rigor y austeridad, tenía mucho de teatral; su final fue el de un oscuro y sombrío gobernante, que realmente nunca quiso ser emperador y al que posiblemente el miedo a ser eliminado, volvió loco.


Nos separan casi dos mil años de su figura, pero es curioso como a veces, los estereotipos se repiten. Pueden cambiar los paisajes, la sociedad, el modo de pensar, pero de pronto vemos algo o alguien que nos retrotrae a otro tiempo y a otro lugar. El juego del poder para algunas personas pasa siempre por los mismos patrones: imponer sus criterios, halagar a sus pretorianos, controlar a sus fieles y aplastar a sus enemigos, pero fuera de esta dinámica son incapaces de gestionarlo. Para conseguir el control han cogido como perros de presa a su víctima y se complacen en que dure el suplicio, ajenos a todo lo que ocurre a su alrededor, masticando con parsimonia; a veces echan un bocado en otra dirección pero no sueltan la presa principal y siguen rumiando su rabia y su frustración. Y en esta tesitura les importa muy poco destruir lo que tienen a su alrededor y destruirse ellos mismos.


Muchas veces el poder tiene los mismos efectos que el vino: con el vino hay un solo un paso entre un alegre achispamiento y una borrachera profunda; con el poder no hay un término medio entre la cima y el despeñadero. Y en ambos casos se revelan siempre las personalidades reprimidas y atrapadas por una obsesión. Hablo de Tiberio, claro.



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