El día que Adolfo Suárez fue elegido presidente de
Gobierno, yo viajaba por las calles de Madrid a bordo de un taxi. Era el 3 de
Julio de 1976, tenía 17 años y junto con mi madre, había acudido a una revisión
médica. El conductor llevaba conectado Radio Nacional y pudimos escuchar, como
de la terna presentada al Rey tras el descabezamiento de Arias Navarro, el
favorecido había sido el que todos los círculos políticos y periodísticos,
consideraban un nombre de relleno. Hasta el taxista –y ya se sabe que los
taxistas de Madrid suelen estar bien informados- expresó su asombro con un “Y este señor ¿quién es? Casi tres años
después, en marzo de 1979 y reconocida mi mayoría de edad por la Constitución
del 78, mi voto fue para aquél señor y el partido que dirigía, la UCD.
Para entonces ya había corrido mucha agua bajo los
puentes de la historia y España se estaba acostumbrando al traje de la
democracia. Habíamos pasado por una Ley de Reforma Política que supuso el
suicidio dirigido de las Cortes franquistas, la legalización de sindicatos, la
supresión del Tribunal de Orden Público y la legalización del Partido
Comunista; es cierto que las costuras del traje a veces tiraban y amenazaban
romperse en medio del terror de ETA, del GRAPO
y de los grupos ultraderechistas que vociferaban y aplaudían la matanza
de los abogados de Atocha… En 1977, llegaron las primeras elecciones
democráticas en 40 años. La ciudadanía española no arriesgó; el “puedo prometer y prometo” le valió a
Suárez ganar aunque por minoría: con los nacionalistas todavía en la
clandestinidad, el PSP de Tierno era un experimento bajo un nombre extraño y Felipe
González parecía demasiado inexperto; en cuanto a Carrillo, acababa de salir de
los infiernos y Fraga al frente de Alianza Popular, podía presentar sus
desencuentros con el dictador, teñidos de formas con aires británicos pero el fondo era demasiado franquista. La
ultraderecha se hundió en las votaciones.
Ahora con la huella que deja el paso del tiempo, me
pregunto cuánto hubo de Suárez en todo el proceso y cuánto de elemento externo
que resuelve una historia, manejado por alguien a la sombra. Creo que todavía
queda mucho por escribir sobre la figura de Torcuato Fernández Miranda; en todo
caso estaríamos ante el Deus ex machina de la transición española,
que dejó de funcionar cuando los partidos de la oposición –especialmente el
PSOE- encontraron su lugar en la escena política y cuando los desencuentros con
Torcuato y la traición de algunos de sus compañeros de partido, le llevaron a
presentar la dimisión. En el discurso por TVE donde anunció que se iba, están
curiosamente los primeros silencios de Suárez sobre causas y nombres.
Aún tuvo la ocasión de ofrecer una actitud digna
en el esperpento del 23F; nunca sabremos si él tenía la respuesta a alguna de
las preguntas, pero guardó otra vez silencio. Comenzó una larga travesía por el
desierto, antes de encarrilar con el viejo encanto de sus comienzos, un nuevo
partido, el CDS. En aquellos años, no sé si influenciada por cierta empatía que
siento hacia los perdedores, me embarqué en una lista electoral municipal por
aquel centro renovado y progresista, que obtuvo algún resultado destacable y
que propició la presencia de Suárez en Mieres, visita de la que recuerdo un
estrechón de manos, su conocida sonrisa y el empuje que había caracterizado su
trayectoria… Fue sin embargo un espejismo, porque el influjo de los sectores
más conservadores propició el descalabro de un partido donde confluían
distintas maneras de entender un proyecto político. Una vez más, Adolfo Suárez
se echó la culpa a la espalda y se refugió en el silencio.
Quizás la desmemoria que alcanza a algunos
políticos en su vejez, le hubiera tocado a quién fue el primer presidente de la
democracia, pero la suya –hecha de desgracias familiares y enfermedad- no fue
voluntaria. Acaso eso le libró de ser utilizado por los suyos como un peón, no
sé si otra vez. Si me hubiera gustado saber que habría pensado de la evolución
de la monarquía, de los escándalos por corrupción, de la política que rige a
España en los últimos tiempos, de ese amago protagonizado por su hijo a lo
“agonía de Franco”, mientras los titulares y los artículos volaban como
cuervos.
En las próximas horas de ceremonias, homenajes y
reconocimientos, su figura saldrá del silencio y la desmemoria; tal vez
conviene recordar una de sus frases: “quienes
alcanzan el poder con demagogia terminan haciéndole pagar al país un precio muy
caro”. Descanse en paz.
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