miércoles, 5 de agosto de 2020
...vinieron estos lodos
martes, 4 de agosto de 2020
De aquellos polvos...
(Primera parte)
Dicen que la historia se repite, pero lo cierto es que sus lecciones no se aprovechan. (Camile Sée)
Cuando Carlos I que dio comienzo a la dinastía de la Casa de Austria, prestó juramento ante las Cortes de Castilla, alguien le recordó que el rey no es más que un servidor retribuido de la nación; lo que ocurrió es que Carlos de Europa, entre conflictos internos, problemas religiosos con los protestantes, batallas con medio continente y parte del Mediterráneo, la explotación de las Indias, los préstamos de los banqueros alemanes, los hijos legítimos e ilegítimos y las crisis de melancolía, se dijo que la frase tenía mucho más sentido si era la nación la que se ponía a su servicio y eso lo dejó grabado a fuego para sus herederos. Los Habsburgo cerraron de mala manera el linaje con los sobresaltos de Carlos el Hechizado, pero transmitieron el mensaje a la siguiente estirpe real. No era tampoco necesario; Felipe de Anjou, fundador de la Casa de Borbón en España, se traía bien aprendida la lección de su abuelo Luis XIV: el Estado soy yo. Una frase así, para que nos vamos a engañar, acaba creando perspectivas muy ambiciosas en los sucesores y cabreos considerables en los súbditos.
Pero quizás el problema de España, es que nunca hemos subido a un rey al patíbulo. Bueno sí, una vez, pero fue hace más de 500 años, en efigie y por un rato y eso no cuenta; además, el pueblo no intervino para nada y se limitó a asistir como mero espectador, a lo que sería llamado por los partidarios de Enrique IV, la Farsa de Ávila y con ese nombre ha pasado a la historia; pero en realidad fue una chapuza como la copa de un pino. Se montó un gran escenario y el espectáculo fue dirigido por el poderoso Marqués de Villena, acompañado del arzobispo de Toledo e interpretado por parte de la nobleza castellana y por los prelados de Sevilla y Santiago. El meollo de la cuestión radicaba en acabar con la influencia de Beltrán de la Cueva, valido del rey y de los nobles que lo apoyaban. La representación se las trajo: se celebró una misa -para sacar rendimiento a la presencia del alto clero- y una vez terminada, los rebeldes subieron al tablado y leyeron una declaración con todos los agravios de los que acusaban al monarca; según ellos, el rey mostraba simpatía por los musulmanes, era homosexual, tenía un carácter pacífico y para rematar no era el verdadero padre de la princesa Juana, a la que por tanto negaban el derecho a heredar el trono; ya metidos en juerga, le quitaron al monigote entronizado, la corona, la espada y el cetro y uno de los nobles, Diego López de Zúñiga, conde de Miranda del Castañar y que sin duda quería ganar méritos, derribó la estatua gritando, “¡a tierra, puto!” A continuación, subieron al escenario al infante Alfonso, hermano paterno de Enrique y lo entronizaron al grito de “¡Castilla, por el rey don Alfonso!”, procediendo después a la ceremonia del besamanos… Supongo que el chaval, que iba camino de los doce años, estaría al borde de un ataque. El pobre, se moriría tres años después -hay fuertes sospechas de que por veneno- en medio de una guerra entre sus partidarios y los de su hermano. Sería muy largo explicar aquí todo lo que vino a continuación, pero el resultado final, sería la subida al trono de Isabel de Castilla, casada -bula papal falsificada por medio- con su primo Fernando de Aragón que con eso de tanto monta monta tanto -aunque Isabel tenía muy claro quien mandaba en Castilla-, se dedicaron a desmochar a la nobleza partidaria de la princesa Juana, y a gobernar como les salió de la punta del pie. Por cierto, el marqués de Villena se había pasado al bando de Enrique y de su hija; luego dirán que el cambio de chaqueta es algo moderno.
Lo indudable es que los españoles no hemos tenido suerte ni con los Trastámara, ni con los Austria ni con los Borbón y no es cuestión de apellidos sino de estirpes con una herencia genética nefasta, unas relaciones familiares nocivas, unas amistades peligrosas y el convencimiento transmitido de generación en generación que el patrimonio personal y el patrimonio nacional, eran la misma cosa, algo que los Borbones, han convertido en emblema de su familia a lo largo del tiempo.
Los Borbones que cierran el siglo XVIII y comienzan el XIX, no son un ejemplo de buen gobierno. Carlos IV fue un rey abúlico, manejado por su esposa M.ª Luisa de Parma, una mujer vanidosa, ambiciosa y manipuladora y por su valido Godoy; la interacción de estos dos personajes fue nefasta para muchos pensadores y políticos ilustres, como Jovellanos, que se vio desterrado y vejado por el terrible crimen de ser inteligente y trabajar por el bien de su país y sus compatriotas. Tras la Guerra de Independencia, quien heredó la Corona, iba a demostrar que todavía se podían hacer peor las cosas. Fernando VII, que mientras estuvo retenido en Bayona, se había comportado como un cobarde acomodado en busca de privilegios, dejó brotar su retorcida personalidad a su regreso a España: fue un rey felón que renegó de su juramento a la Constitución de 1812, pero sobre todo fue un ser mezquino y rastrero, al que Goya supo retratar muy bien; muestra de su carácter, fue la venganza contra el militar liberal Rafael del Riego y como se regodeó en su ejecución y en la persecución de sus amigos, asegurándose, en un gesto de clara rapiña, que las propiedades de Riego, necesarias para la subsistencia de su familia, pasasen a la Corona. La muerte de Fernando VII, traería además para España, un largo periodo de guerras y calamidades por el conflicto dinástico entre los partidarios de su hermano Carlos Isidro y los de su hija Isabel.
M.ª Cristina de Borbón, la sobrina y viuda de Fernando, iba a demostrar que las normas de la Casa de Borbón, las tenía bien aprendidas. Se casó morganáticamente, con Fernando Muñoz Sánchez -sargento de su guardia de corps- al que concedería el título de Duque de Riánsares. La Reina Regente -ya que la futura Isabel II era una niña- se metió con su marido, en negocios de todo tipo vinculados con el mundo de la minería y el ferrocarril, donde obtuvieron contratos sabrosisimos de explotación y prebendas por concesiones, controlando una red de especuladores y, participando también, en beneficios derivados de la trata ilegal de esclavos. Ante el escándalo y aunque M.ª Cristina negó saber nada de los negocios de su esposo, a pesar de que su nombre figuraba en varios documentos, tuvo que renunciar a la regencia para salvar el trono de su hija.
Isabel II combinó una vida personal compleja con un reinado marcado por la corrupción. Mal casada con su primo Francisco de Asís, se puso la Corona por montera y gobernó el país como si fuera su casa. Tomando como ejemplo a su padre, se dedicó a borbonear, interviniendo en política y manipulando a los que tenía alrededor. Del pueblo recibió el sobrenombre de “la reina castiza”, pero peloteos aparte, casi todos intuían lo que se cocía en la cama y en el trono. Tampoco le faltaron a la soberana, relaciones resbaladizas: su cuñado, Antonio María de Orleans, duque de Montpensier, aprovechó la ola desamortizadora para hacerse con un más que notable patrimonio territorial e inmobiliario; y en el curso de sus relaciones económicas y políticas tuvo tiempo para conspirar contra la reina y financiar una revolución; de hecho fue parte importante en el exilio de Isabel, aunque el tiro le salió por la culata cuando se vio relegado en el trono por Amadeo de Saboya y por el peso de la sospecha de haber participado en el complot para asesinar a Prim, Presidente del Consejo de Ministros. Pero el de Orleans era desde luego un todo terreno: se congració con su familia política, se sumó a la Restauración, casó a su hija Mercedes con Alfonso XII y siguió siendo un próspero hombre de negocios.
Alfonso XII nos dejó con la duda de si aquel monarca, formado gracias a la Gloriosa lejos de la nefasta influencia de su madre y educado en principios constitucionales, hubiera dado un giro positivo a la dinastía. Pero creo que fue un joven con ganas de agradar y convenientemente dirigido por Cánovas del Castillo, el factótum del Partido Conservador. La muerte de su primera esposa, M.ª de las Mercedes y el matrimonio de Estado con M.ª Cristina de Habsburgo, para dar un heredero al trono, le amargó el carácter y se dedicó a cumplir con sus deberes reales y a buscar alegrías fuera del lecho conyugal con distintas amantes, la más estable, la cantante de ópera Elena Sanz, con la que tendría dos hijos no reconocidos. Una tuberculosis galopante, se lo llevó con 28 años, después de tener dos hijas con su esposa y sin llegar a conocer al hijo póstumo que fue rey desde el momento de su nacimiento.
M.ª Cristina, la Reina Regente, enfrentó la larga minoría del futuro Alfonso XII, con sentido de estado, pero el sistema de alternancia de partidos para dar estabilidad a la Corona, propició el clientelismo político, el caciquismo y la corrupción desde los alcaldes hasta la cabeza de la nación. M.ª Cristina, tenía un carácter austero y rígido, como buena austriaca y fue para su hijo una madre obsesiva y controladora que no toleraba que se le llevara la contraria a Alfonso, porque “era el rey”. Tras la subida al trono de Alfonso, con 16 años, tomaría el título de Reina Madre y continuaría ejerciendo una notable influencia sobre su hijo, incluso cuando este se convirtió en un adulto y se casó con la princesa Victoria Eugenia de Battenberg, nieta de la reina británica. M.ª Cristina no estaba de acuerdo con esta boda y nunca congenió con su nuera; especialmente tensas fueron las relaciones de ambas durante la I Guerra Mundial, con sus países de origen, en bandos enfrentados. Alfonso XIII, se encontró nunca mejor dicho, entre dos fuegos y optó por dedicarse a otras cosas que incluían cacerías de animales y de amantes. Las promesas iniciales de regeneración de la política y del país, durarían en Alfonso XIII lo que la fidelidad a su esposa, a la que acusaba -aunque había sido él quien había decidido jugar a la ruleta rusa- de transmitir la hemofilia a su progenie. La Corte era un nido de parásitos que buscaban el beneficio personal y el rey se metería en todo tipo de negocios y amistades peligrosas, cuyo vértice fue la guerra de Marruecos donde los niveles de sobornos y corruptelas ligados a los suministros a la tropa, se mezclaron con la sangre y la vida de los soldados. La comisión de investigación y el llamado “informe Picasso” se los llevaría por delante la dictadura de Primo de Rivera, que Alfonso XIII apoyó para librarse de la mierda que tenía encima. El fracaso de la política del General, el desastre de los sucesivos gobiernos dirigidos por militares y el resultado de las elecciones municipales de abril de 1931, condujeron a la proclamación de la II República y a la marcha del rey fuera de España. No fue un exilio; según él, quería apartarse “de cuanto sea lanzar a un compatriota contra otro, en fratricida guerra civil”, pero estaba huyendo de las responsabilidades políticas y lavándose las manos al decir que “un Rey puede equivocarse y sin duda erré yo alguna vez; pero sé bien que nuestra Patria se mostró en todo momento generosa ante las culpas sin malicia”. Se marchó con la soberbia de clase de un monarca que seguía llevando en su sangre el gen del absolutismo y del poder divino al decir que suspendía “deliberadamente el ejercicio del poder real” y que no renunciaba “a ninguno de mis derechos porque más que míos son depósito acumulado por la Historia, de cuya custodia ha de pedirme un día cuentas rigurosas”.
Jovellanos dejó escrito antes de morir, que “España no lidia por los Borbones, ni por Fernando. Lidia por sus propios derechos. Derechos originales, sagrados, imprescriptibles, superiores, e independientes de toda familia o dinastía… En una palabra: España lidia por su libertad.”
No sabía el ilustrado asturiano, lo que nos esperaba.
miércoles, 29 de julio de 2020
Sobre rosas, espinas y caballos de Troya
Tras un largo tiempo de pausa en este blog, lo retomo. La sensación de que escribía para mí misma, sin más transcendencia, me hizo perder interés por rellenar la hoja en blanco, pero después de lo que hemos vivido y estamos viviendo con la Covid19, quizás sea el momento de enfocar la mirada y seguir analizando el mundo que me rodea con muchos cambios, bastantes contradicciones y muy pocas certezas. En el fondo seguiré escribiendo para mí misma, pero también como una terapia regeneradora.
Mi última entrada -si obviamos ésta- es de octubre de 2016; entonces Pedro Sánchez, dimitía de su cargo de Secretario General del PSOE, renunciaba a su acta de diputado y comenzaba su particular travesía del desierto, acompañado de un puñado de fieles. Los meses anteriores habían sido una prueba de resistencia que había fracasado: los resultados de las elecciones de diciembre de 2015, dejaban un Parlamento fragmentado y débil, que propició en febrero una investidura fallida del diputado socialista, como presidente de Gobierno y que condujeron a nuevas elecciones en Junio, con unos malos resultados en la historia electoral del PSOE, que llevarían a una crisis interna dentro del mismo. Aquella situación, fue el fruto de escuchar más a los adversarios y a los falsos amigos, que a los militantes y a los compañeros.
Menos de un año después, Pedro Sánchez regresaba como el ave fénix con la difícil tarea de cerrar heridas y aunar voluntades. ¿Lo ha conseguido? Me declaro socialista y creo que el lapso entre el 1 de junio de 2018 y el momento actual, ha estado lleno de claroscuros: un gobierno débil salido de la moción de censura a Mariano Rajoy, que supuso la apertura de un nuevo proceso electoral, unos buenos resultados en las elecciones de abril de 2019 y otra vez el peligroso juego del gato y el ratón de Pablo Iglesias Turrión, que prefirió dispararse un tiro en el pie en un mal calculado juego de poder, lleno de soberbia y vanidad. Ello conllevó nuevas elecciones en el mes de noviembre y sus resultados, aún con la victoria nuevamente del PSOE, supusieron un Parlamento más fragmentado, la pérdida de escaños absolutamente necesarios para realizar políticas estables y progresistas y, dotar de un balón de oxígeno a la extrema derecha oculta del PP y a la perfectamente visible de Vox.
Ahora mismo, el hecho de que se haya conseguido formar un Gobierno de coalición de carácter progresista, no me produce un sosegado optimismo. Pablo Iglesias Turrión, sigue sin gustarme, ¡que le vamos a hacer!; puede que haya que aceptar la premisa de que las personas tienen derecho a cambiar, pero alguien que en 2016 gritaba a quien quisiera oírle, que él era el salvador de la gente y el PSOE se aliaba con la corrupción, alguien que de forma constante sacaba a pasear el mantra del sorpasso por la izquierda, alguien que antepuso sus intereses a los del país por dos veces -en febrero de 2016 y en junio de 2019-, me causa muy poca confianza. No sé si el cambio de actitud del líder de Podemos, ha sido por el convencimiento interno de su error o por la idea de que se iba a fagocitar a sí mismo y a su partido, pero no le veo cómodo en el traje que lleva y creo que todavía no se ha dado cuenta que en la ópera política que se está interpretando, puede tener algún solo, pero es una labor de conjunto. Los resultados en las elecciones autonómicas de Galicia y el País Vasco, que ha obtenido Podemos y la reacción de su líder, me reafirman en la idea de que Iglesias Turrión sigue más pendiente de que su partido no se desmorone que de las responsabilidades de gobierno; y sobre todo ese baile de elección de parejas, que se trae en el Congreso, me produce bastante desasosiego porque el país no está para que le pillen con el paso cambiado.
Tampoco acrecienta mi optimismo, que a Pedro Sánchez y a su amplio gabinete, les haya tocado lidiar con la pandemia de la Covid19 de consecuencias tan graves. Apenas comenzando a gobernar tuvieron que hacer frente a una situación para la que nadie, ni dirigentes ni ciudadanos -se diga lo que se diga- estaban preparados; críticas ha habido muchas dentro y fuera de la escena política, pero a día hoy, sin saber cómo va a evolucionar la enfermedad, tienen por delante una muy complicada legislatura para establecer unas líneas de actuación -en parte comenzadas- que sirvan para recuperar el pulso vital en nuestro país, tarea a la que no ayuda el vocerío fascista y la bulla interesada del nacionalismo. La última votación en el Congreso respecto a la Comisión de reconstrucción sobre los aspectos sociales, nos puede dar una idea del difícil equilibro para conseguir avances en beneficio de la sociedad.
Es un triste consuelo decir que de haber estado gobernando otros, las cosas hubieran ido mucho peor, porque en toda crisis, superado el shock inicial debe haber un plan de acción definido, sin derivas pero con cierta flexibilidad para encajar los imprevistos y sin miedo de reconocer los posibles fallos o errores, que bien explicados se entienden como propios de una situación de emergencia; porque si hay algo que molesta a la gente es que la tomen por idiota. En algunos momentos he visto al señor Sánchez un poco encorsetado y con afán de no salirse del guión, pero sin pretender que hubiera asumido labores propias de la Jefatura del Estado, comparecer en alguna alocución con un tono de "discurso a la nación" no hubiera estado mal en ciertos momentos; para los datos áridos y técnicos ya estaban otras personas y una pandemia tiene poco que ver con una campaña electoral o una estrategia de partido diseñada por un javierista al servicio del mejor postor, sean cual sean los colores de la cuadra.
En 2016, yo pedía que el PSOE aprendiera de lo vivido, como experiencia vital y que asumiera tres puntos básicos: un líder fuerte y bien coordinado con un Comité Federal capaz de transmitir una voz única, una militancia numerosa, unida y responsable a la hora del voto y, una alternativa de gobierno seria y creíble, basada en la coherencia de ideas y actitudes que sirviera para dotar a España de un gobierno progresista... En apariencia parece que se ha conseguido, pero sigo teniendo dudas de la capacidad de no cometer los mismos errores, de no saber separar el grano de la paja cuando se producen críticas aceradas y de dejar que en el corazón del partido se instale un quinta columnista o un caballo de Troya.