Hace algunos
años, a raíz del asesinato por Ignacio Bilbao de sus hijas Amets y Sara en San
Juan de la Arena, escribí un pequeño artículo que titulé El rostro del mal.
Hablaba también en él, de José Bretón, e intentaba bucear en las profundidades de
la mente de personas capaces de matar a sus propios hijos. Después de eso vendrían
otros casos, tanto de padres como de madres o de gente cercana. Con el último,
el asesinato en Gijón de la pequeña Olivia a manos Noemí Martínez, su madre,
retomo algunas reflexiones y añado otras nuevas.
Ha vuelto a sorprenderme
la horrorizada sorpresa de mucha gente, por un crimen terrible y en un entorno de
eso que llamamos de normalidad; como si el hecho de vivir en una sociedad basada en
normas morales -por cierto cada vez más laxas- o ser padre o madre, supusiera
una vacuna contra la infamia.
Sigo preguntándome
cómo construye su mapa vital un asesino y sobre todo, cuándo dibuja la primera
línea. A veces arranca en la infancia: esas “cosas de niños” esas “rabietas
incontroladas”, esos “caprichos tontos” pasan con el oficio de crecer, pero en
algunos casos se agarran como plantan ponzoñosas que alimentan la maldad.
Hay que dejar de
creer que la infancia y la primera adolescencia, son paraísos con dulces
ángeles. Por suerte nunca me he tropezado con personitas perversas pero por mi
profesión si me he encontrado con personas mentirosas, manipuladoras y tóxicas
y si no se controla esa deriva por la familia y la educación en valores y
normas morales, la semilla del mal crecerá con quien la lleva y aunque se
difumine con un barniz social, estará en las sombras, al acecho, esperando
saltar. Nadie se hace una persona malvada de repente y, sabe jugar a su favor con que muchas veces,
los que le rodean, se niegan a creer que
lo sea.
La sociedad actual
está llegando a unos niveles de “buenismo” intolerables o a proteger a algunos
de sus miembros, por encima del sentido común. Por supuesto no se trata de discriminar
o abandonar, pero seamos serios: el color de la piel, el sexo o la religión, no
nos convierten en seres de luz. Antes de dejarnos deslumbrar debemos fijarnos en
las señales como la que emite un semáforo rojo: personas con un deseo de
control desmesurado, taciturnas, con una marcada frialdad sobre sus emociones,
susceptibles, poco o nada empáticas, convencidas de tener siempre razón y
salirse con la suya, incapaces de dialogar buscando solución a los problemas…
Esto no quiere decir que este sea el retrato de una persona malvada o de una
asesina, pero a veces son las señales -como la fiebre- de una infección que no
se ve.
Decía Cicerón
que “cuando mejor es uno tanto más
difícilmente llega a sospechar de la maldad de los otros”. Hay muchas personas que se revisten de vitalidad
bondadosa, optimista y cívica, pero deberían asumir que la maldad existe,
disfrazada de muchas cosas en apariencia nobles y que se aprovecha de la vitalidad
de otros para alimentarse y conseguir sus fines.
Uno de mis personajes
literarios favoritos, afirmaba que la gente es más o menos igual en todas partes,
muchos no son buenos ni malos, sino
simplemente tontos, y luego están las personas perversas.
Debemos ver más allá de los disfraces para
luchar contra ellas.