martes, 4 de agosto de 2020

De aquellos polvos...


(Primera parte) 

Dicen que la historia se repite, pero lo cierto es que sus lecciones no se aprovechan. (Camile Sée)

Cuando Carlos I que dio comienzo a la dinastía de la Casa de Austria, prestó juramento ante las Cortes de Castilla, alguien le recordó que el rey no es más que un servidor retribuido de la nación; lo que ocurrió es que Carlos de Europa, entre conflictos internos, problemas religiosos con los protestantes, batallas con medio continente y parte del Mediterráneo, la explotación de las Indias, los préstamos de los banqueros alemanes, los hijos legítimos e ilegítimos y las crisis de melancolía, se dijo que la frase tenía mucho más sentido si era la nación la que se ponía a su servicio y eso lo dejó grabado a fuego para sus herederos. Los Habsburgo cerraron de mala manera el linaje con los sobresaltos de Carlos el Hechizado, pero transmitieron el mensaje a la siguiente estirpe real. No era tampoco necesario; Felipe de Anjou, fundador de la Casa de Borbón en España, se traía bien aprendida la lección de su abuelo Luis XIV: el Estado soy yo. Una frase así, para que nos vamos a engañar, acaba creando perspectivas muy ambiciosas en los sucesores y cabreos considerables en los súbditos. 

Pero quizás el problema de España, es que nunca hemos subido a un rey al patíbulo. Bueno sí, una vez, pero fue hace más de 500 años, en efigie y por un rato y eso no cuenta; además, el pueblo no intervino para nada y se limitó a asistir como mero espectador, a lo que sería llamado por los partidarios de Enrique IV, la Farsa de Ávila y con ese nombre ha pasado a la historia; pero en realidad fue una chapuza como la copa de un pino. Se montó un gran escenario y el espectáculo fue dirigido por el poderoso Marqués de Villena, acompañado del arzobispo de Toledo e interpretado por parte de la nobleza castellana y por los prelados de Sevilla y Santiago. El meollo de la cuestión radicaba en acabar con la influencia de Beltrán de la Cueva, valido del rey y de los nobles que lo apoyaban. La representación se las trajo: se celebró una misa -para sacar rendimiento a la presencia del alto clero- y una vez terminada, los rebeldes subieron al tablado y leyeron una declaración con todos los agravios de los que acusaban al monarca; según ellos, el rey mostraba simpatía por los musulmanes, era homosexual, tenía un carácter pacífico y para rematar no era el verdadero padre de la princesa Juana, a la que por tanto negaban el derecho a heredar el trono; ya metidos en juerga, le quitaron al monigote entronizado, la corona, la espada y el cetro y uno de los nobles, Diego López de Zúñiga, conde de Miranda del Castañar y que sin duda quería ganar méritos, derribó la estatua gritando, “¡a tierra, puto!” A continuación, subieron al escenario al infante Alfonso, hermano paterno de Enrique y lo entronizaron al grito de “¡Castilla, por el rey don Alfonso!”, procediendo después a la ceremonia del besamanos… Supongo que el chaval, que iba camino de los doce años, estaría al borde de un ataque. El pobre, se moriría tres años después -hay fuertes sospechas de que por veneno- en medio de una guerra entre sus partidarios y los de su hermano. Sería muy largo explicar aquí todo lo que vino a continuación, pero el resultado final, sería la subida al trono de Isabel de Castilla, casada -bula papal falsificada por medio- con su primo Fernando de Aragón que con eso de tanto monta monta tanto -aunque Isabel tenía muy claro quien mandaba en Castilla-, se dedicaron a desmochar a la nobleza partidaria de la princesa Juana, y a gobernar como les salió de la punta del pie. Por cierto, el marqués de Villena se había pasado al bando de Enrique y de su hija; luego dirán que el cambio de chaqueta es algo moderno. 

Lo indudable es que los españoles no hemos tenido suerte ni con los Trastámara, ni con los Austria ni con los Borbón y no es cuestión de apellidos sino de estirpes con una herencia genética nefasta, unas relaciones familiares nocivas, unas amistades peligrosas y el convencimiento transmitido de generación en generación que el patrimonio personal y el patrimonio nacional, eran la misma cosa, algo que los Borbones, han convertido en emblema de su familia a lo largo del tiempo.  

Los Borbones que cierran el siglo XVIII y comienzan el XIX, no son un ejemplo de buen gobierno. Carlos IV fue un rey abúlico, manejado por su esposa M.ª Luisa de Parma, una mujer vanidosa, ambiciosa y manipuladora y por su valido Godoy; la interacción de estos dos personajes fue nefasta para muchos pensadores y políticos ilustres, como Jovellanos, que se vio desterrado y vejado por el terrible crimen de ser inteligente y trabajar por el bien de su país y sus compatriotas. Tras la Guerra de Independencia, quien  heredó la Corona, iba a demostrar que todavía se podían hacer peor las cosas. Fernando VII, que mientras estuvo retenido en Bayona, se había comportado como un cobarde acomodado en busca de privilegios, dejó brotar su retorcida personalidad a su regreso a España: fue un rey felón que renegó de su juramento a la Constitución de 1812, pero sobre todo fue un ser mezquino y rastrero, al que Goya supo retratar muy bien; muestra de su carácter, fue la venganza contra el militar liberal Rafael del Riego y como se regodeó en su ejecución y en la persecución de sus amigos, asegurándose, en un gesto de clara rapiña, que las propiedades de Riego, necesarias para la subsistencia de su familia, pasasen a la Corona.  La muerte de Fernando VII, traería además para España, un largo periodo de guerras y calamidades por el conflicto dinástico entre los partidarios de su hermano Carlos Isidro y los de su hija Isabel.

M.ª Cristina de Borbón, la sobrina y viuda de Fernando, iba a demostrar que las normas de la Casa de Borbón, las tenía bien aprendidas. Se casó morganáticamente, con Fernando Muñoz Sánchez -sargento de su guardia de corps- al que concedería el título de Duque de Riánsares. La Reina Regente -ya que la futura Isabel II era una niña- se metió con su marido, en negocios de todo tipo vinculados con el mundo de la minería y el ferrocarril, donde obtuvieron contratos sabrosisimos de explotación y prebendas por concesiones, controlando una red de especuladores y, participando también, en beneficios derivados de la trata ilegal de esclavos. Ante el escándalo   y aunque M.ª Cristina negó saber nada de los negocios de su esposo, a pesar de que su nombre figuraba en varios documentos, tuvo que renunciar a la regencia para salvar el trono de su hija. 

Isabel II combinó una vida personal compleja con un reinado marcado por la corrupción. Mal casada con su primo Francisco de Asís, se puso la Corona por montera y gobernó el país como si fuera su casa. Tomando como ejemplo a su padre, se dedicó a borbonear, interviniendo en política y manipulando a los que tenía alrededor. Del pueblo recibió el sobrenombre de “la reina castiza”, pero peloteos aparte, casi todos intuían lo que se cocía en la cama y en el trono.  Tampoco le faltaron a la soberana, relaciones resbaladizas: su cuñado, Antonio María de Orleans, duque de Montpensier, aprovechó la ola desamortizadora para hacerse con un más que notable patrimonio territorial e inmobiliario; y en el curso de sus relaciones económicas y políticas tuvo tiempo para conspirar contra la reina y financiar una revolución; de hecho fue parte importante en el exilio de Isabel, aunque el tiro le salió por la culata cuando se vio relegado en el trono por Amadeo de Saboya y por el peso de la sospecha de haber participado en el complot para asesinar a Prim, Presidente del Consejo de Ministros. Pero el de Orleans era desde luego un todo terreno: se congració con su familia política, se sumó a la Restauración, casó a su hija Mercedes con Alfonso XII y siguió siendo un próspero hombre de negocios.

Alfonso XII nos dejó con la duda de si aquel monarca, formado gracias a la Gloriosa lejos de la nefasta influencia de su madre y educado en principios constitucionales, hubiera dado un giro positivo a la dinastía. Pero creo que fue un joven con ganas de agradar y convenientemente dirigido por Cánovas del Castillo, el factótum del Partido Conservador. La muerte de su primera esposa, M.ª de las Mercedes y el matrimonio de Estado con M.ª Cristina de Habsburgo, para dar un heredero al trono, le amargó el carácter y se dedicó a cumplir con sus deberes reales y a buscar alegrías fuera del lecho conyugal con distintas amantes, la más estable, la cantante de ópera Elena Sanz, con la que tendría dos hijos no reconocidos. Una tuberculosis galopante, se lo llevó con 28 años, después de tener dos hijas con su esposa y sin llegar a conocer al hijo póstumo que fue rey desde el momento de su nacimiento.

M.ª Cristina, la Reina Regente, enfrentó la larga minoría del futuro Alfonso XII, con sentido de estado, pero el sistema de alternancia de partidos para dar estabilidad a la Corona, propició el clientelismo político, el caciquismo y la corrupción desde los alcaldes hasta la cabeza de la nación. M.ª Cristina, tenía un carácter austero y rígido, como buena austriaca y fue para su hijo una madre obsesiva y controladora que no toleraba que se le llevara la contraria a Alfonso, porque “era el rey”. Tras la subida al trono de Alfonso, con 16 años, tomaría el título de Reina Madre y continuaría ejerciendo una notable influencia sobre su hijo, incluso cuando este se convirtió en un adulto y se casó con la princesa Victoria Eugenia de Battenberg, nieta de la reina británica. M.ª Cristina no estaba de acuerdo con esta boda y nunca congenió con su nuera; especialmente tensas fueron las relaciones de ambas durante la I Guerra Mundial, con sus países de origen, en bandos enfrentados. Alfonso XIII, se encontró nunca mejor dicho, entre dos fuegos y optó por dedicarse a otras cosas que incluían cacerías de animales y de amantes. Las promesas iniciales de regeneración de la política y del país, durarían en Alfonso XIII lo que la fidelidad a su esposa, a la que acusaba -aunque había sido él quien había decidido jugar a la ruleta rusa- de transmitir la hemofilia a su progenie. La Corte era un nido de parásitos que buscaban el beneficio personal y el rey se metería en todo tipo de negocios y amistades peligrosas, cuyo vértice fue la guerra de Marruecos donde los niveles de sobornos y corruptelas ligados a los suministros a la tropa, se mezclaron con la sangre y la vida de los soldados. La comisión de investigación y el llamado “informe Picasso” se los llevaría por delante la dictadura de Primo de Rivera, que Alfonso XIII apoyó para librarse de la mierda que tenía encima. El fracaso de la política del General, el desastre de los sucesivos gobiernos dirigidos por militares y el resultado de las elecciones municipales de abril de 1931, condujeron a la proclamación de la II República y a la marcha del rey fuera de España. No fue un exilio; según él, quería apartarse “de cuanto sea lanzar a un compatriota contra otro, en fratricida guerra civil”, pero estaba huyendo de las responsabilidades políticas y lavándose las manos al decir que “un Rey puede equivocarse y sin duda erré yo alguna vez; pero sé bien que nuestra Patria se mostró en todo momento generosa ante las culpas sin malicia”. Se marchó con la soberbia de clase de un monarca que seguía llevando en su sangre el gen del absolutismo y del poder divino al decir que suspendía “deliberadamente el ejercicio del poder real” y que no renunciaba “a ninguno de mis derechos porque más que míos son depósito acumulado por la Historia, de cuya custodia ha de pedirme un día cuentas rigurosas”.

Jovellanos dejó escrito antes de morir, que “España no lidia por los Borbones, ni por Fernando. Lidia por sus propios derechos. Derechos originales, sagrados, imprescriptibles, superiores, e independientes de toda familia o dinastía… En una palabra: España lidia por su libertad.”

No sabía el ilustrado asturiano, lo que nos esperaba.


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