Hay años que no se está para nada. Ni las personas ni los pueblos. Se suma una alergia primaveral, una crisis económica, un trance político y se entra directamente en un drama semejante al final de La Dama de las camelias, malaventura en estado puro. Miras alrededor y todo anuncia tormenta, hay una tensión malsana en el aire, a punto de estallar y nuestra esencia vital se nos escapa a chorros. Sin duda algún vampiro nos acecha, no a la búsqueda de nuestra sangre sino de nuestra energía.
A los vampiros modernos se les reconoce fácilmente; suelen tener cierta prestancia, aunque a veces y según que circunstancias, les falla el aliño indumentario; son habladores natos y monotemáticos (ellos y sus intereses en particular); nunca están cuando se les necesita, si bien parecen tener la solución a todos los problemas; se consideran imprescindibles y están convencidos de que nadie les iguala; aparentan ser generosos, tolerantes, dialogantes, pero en cuanto te descuidas, asoman los colmillos y nada te salva de la dentellada feroz directamente a la yugular.
Los vampiros modernos tienen sin embargo en comparación con los clásicos algo que los asemeja, y es su rechazo a la luz; en cuanto se les enfoca con un poco de pericia con la verdad, la honestidad o el bien hacer, se descubren sus mentiras, sus trapicheos, sus artimañas… Y cómo los clásicos, suelen deshacerse en un montón de polvo.
Hay años que no se está para nada, pero a veces una mañana al leer el periódico, se encuentra la diferencia entre un vampiro energético que paraliza lo que toca y algunos hombres buenos.
Addenda: La Oreja verde ( por la idea para el comentario)
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